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No entendían lo que decía

Nosotros tampoco entendemos lo que el Señor nos dice. Cuando con su palabra, y con su vida, y con su presencia en la nuestra, nos recuerda que el dolor, el sufrimiento, la pérdida y la muerte, no es que tan sólo sean parte de la existencia de la que no podemos separarnos jamás, sino que además son necesarios dada su inevitabilidad, para crecer, para cambiar, para ser más, para tener más vida y vida en abundancia… no lo entendemos.

O quizás no lo queremos entender. Por eso nos da miedo preguntar, ahondar, profundizar. No lo queremos entender porque, de hacerlo, de preguntar, de ahondar, nos pondría de frente a, como dice la carta de Santiago, nuestros deseos errados.

Pedimos mal a la vida, al mundo y a Dios, porque pedimos de forma egoísta. Pedimos buscando nuestro propio bienestar, nuestro propio placer y comodidad, nuestro propio interés. Escuchar y contemplar la Palabra es un buen antídoto contra ello. Es una buena manera de preguntarnos cuáles son las razones por las que nos acercamos a Dios, y nos ayuda a descubrir qué pedimos que no es lo que Dios quiere para nosotros. Nos trata de confrontar con dónde ponemos nuestra esperanza y nuestro deseo, qué es lo que realmente buscamos en Dios. Nos señala que tantas veces erramos en nuestros deseos, pensando que hay claves de nuestra vida que serían mejores si estuvieran, olvidando que es imposible que fuera de Dios el ser humano alcance la plenitud.

Con afecto y cariño, con cuidado y amor, el Señor Jesús nos vuelve a mostrar su pedagogía recordándonos, tratando que volvamos a pasar por el corazón, que no es el poder, la fama, la gloria, el dinero, el éxito, lo que llena el corazón del ser humano. Les da una idea y les muestra un gesto. Idea: solamente sirviendo a los demás, el corazón del hombre se plenifica. Gesto: colocar a un niño, los más pequeños y vulnerables, los que no cuentan, a los que nadie echa cuentas, y ponerlo como modelo de cómo han de ser las personas: sencillas, sinceras, espontáneas, vulnerables.

Hay una pregunta que, quizás nuestro mundo de hoy más que nunca se hace, aunque no la verbalice del todo: ¿Por qué fiarnos de lo que Jesús dice? ¿Por qué si todo clama con el mensaje contrario -que la felicidad y la plenitud viene del poder, del tener, de la fama y el éxito, y que la pequeñez, el servicio, la debilidad son fuente de malestar- hemos de aceptar lo que Jesús enseña? ¿Con qué autoridad podemos aceptar su mensaje? El Señor Jesús nos lo dice. No es sólo su palabra, es que su vida es testimonio de la Promesa del Amor de Dios.

Jesús Resucitado, Hijo de Dios vivo, es Palabra del Padre que enseña al ser humano su más profunda realidad: amando, sirviendo, cuidando, en naturalidad y sencillez, es como el ser humano se desarrolla en plenitud. Cuidando el deseo y poniendo su mirada fuera de sí mismo, es como el hombre realmente alcanza a ser quien está llamado a ser. Desde la dimensión más profunda y espiritual, es desde donde la persona puede plenificar su vida.