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¿A qué compararé el Reino de Dios?

El Reino de Dios es como la semilla del grano de trigo. Depositada en la tierra, germina y crece por sí sola. Semilla que entraña dentro de sí una fuerza secreta que actúa indefectiblemente como verdadero principio vital acompañando todo el proceso de su desarrollo. En ningún momento alude Jesús al trabajo del campesino, a intervención humana alguna. Esté despierto o dormido, el sembrador no tiene que preocuparse, pues el grano crece y se desarrolla sin que se sepa cómo. Es la propia semilla la que hace su trabajo, se desenvuelve de forma independiente desplegando toda su energía interna.

 

El Reino de Dios es como el grano de mostaza. A pesar de ser la más pequeña de las semillas, una vez sembrada, crece y echa ramas tan grandes que las aves del cielo vienen a anidar a su sombra. La parábola pone en primer plano el sorprendente y grandioso resultado final de la acción de Dios, a la vez que subraya el valor decisivo del momento presente, por muy insignificante que pueda parecer. Con esta imagen, el evangelista está haciendo referencia a la alegoría del águila y el cedro del Líbano, muy conocida en la tradición judía y recogida en la primera lectura, con la que el profeta Ezequiel criticaba irónicamente la altivez, el orgullo y la vanagloria que se arrogaban los faraones y emperadores como benévolos protectores y benefactores de sus súbditos. En el nuevo reino mesiánico inaugurado por Jesús, es el Señor quien gobierna y protege a su pueblo. Su reino  eterno, aunque pase casi desapercibido en el presente, está llamado a convertirse en el frondoso árbol que dé cabida a toda clase de pueblos, razas y lenguas.

Es la actitud del creyente consciente de la fuerza de la fe y del dinamismo que implica. Acoge humildemente su papel de servidor sin sentirse por ello indispensable, pues todo se lo debe a su Señor (Lc 17,10). Y es que la semilla del grano de trigo germina y crece por sí sola augurando y garantizando su cosecha final. Uno solo es el Señor que acompaña, guía y activa a su pueblo: el que moviliza todas sus energías ya sea de día y de noche, estén en vela o dormidos; el que se encarga de llevar a buen término la obra iniciada (Flp 2,13). En este sentido, no hay por qué preocuparse del mañana estando en sus manos (Mt 6,25). Dios es fiel a su promesa: la salvación, como el grano de trigo, ya está actuando.